sábado, 19 de septiembre de 2020

El Puño en Alto y Silencio.

He estado pensando, desde hace tres años, cómo podría escribir esto. Me doy cuenta que sigo sin saberlo, pero tampoco quiero seguirlo posponiendo. El lugar común dice que habría que comenzar por el principio, pero tampoco lo tengo claro. Últimamente creo que ese principio, me refiero al mío, se remonta a 1985.

Encuentro algunas coincidencias entre aquel año y 2017, me refiero a más allá de la obvia. Treinta y dos años antes recién nos habíamos mudado a la casa donde ahora viven mis papás, Tatiana y yo estábamos muy emocionados porque Axel no tardaba en nacer, teníamos amigos nuevos por el cambio de escuela, teníamos muchos parques cerca para correr, jugar, escondernos y también hacer más amistades ahí. Fue un cambio determinante en nuestras vidas porque ya no vivíamos en el tráfico y teníamos más tiempo para ver a nuestros papás en otro lugar que no fuera el coche.

Hace tres años también habíamos cambiado de casa, yo estaba cansado de vivir en el ruido de La Condesa, el tráfico otra vez, aunque me transporto sobre todo en bicicleta, los borracheras escandalosas de todos los días, a toda hora y de varios de mis vecinos. Encontramos un departamento a media cuadra de mi trabajo, a 15 minutos del de Ingrid y así la convencí de movernos a Coyoacán, con otras muchas consecuencias a partir de eso.

Cuando el piso brincó un par de veces, lo primero que pensé fue que estaba pasando un camión frente a la casa donde estaba aquella oficina donde trabajaba entonces, pero en el fondo creo que sabía que era otro terremoto porque por ahí solo había espacio para que pasara un camioneta no muy grande y circulando despacio, entonces quise convencerme de que se había azotado una puerta o que había una obra inexistente en la casa de junto, que alguien estaba saltando para asustarnos porque, de todas las probabilidades, la que parecía menos factible, era la única real y no podía creerlo.

Después de pasar por todas esas posibilidades en mi cabeza en menos de un segundo, salí corriendo al garage junto a las otras dos personas con las que estaba reunido, abajo nos encontramos con otros tres compañeros y después de no poder abrir la puerta para salir a la calle, nos quedamos abrazados tratando de mantener el equilibrio.

A partir de ahí, pude hablar con mi novia y saber que estaba bien, mis papás también, pero de mis hermanos pasaban los minutos y no teníamos noticias. A él lo busqué primero porque su trabajo estaba más o menos cerca de donde yo estaba, en el camino pude hablar con ellos por mensaje, las líneas de los teléfonos estaban intermitentes y el internet se había caído también, por lo que yo no supe de ningún derrumbe hasta que tomé mi bicicleta y me fui a La Condesa a ayudar a mi hermana a recoger algunas cosas y a que saliera de ahí.

Fue un camino muy raro, mi recorrido fue por División del Norte hasta Nuevo León y Sonora, pasando por las calles que salen y entran de Amsterdam cerradas con cintas por militares. Pasé por muchos lugares donde hubo derrumbes y no los vi, mi atención estaba puesta en llegar con ella.

Recuerdo el olor a gas, el silencio, las miradas perdidas de todos, muchas personas llorando,  No lo entendí hasta que estuve con Tati, nos encontramos afuera de su edificio, lloramos o lloré, creo que solo lloré yo, nos abrazamos y nos despedimos porque su novio iba a pasar por ella a algún punto.

Creí que iba a poder contar lo que pasó en las siguientes dos semanas, pero no.

Lo que sí quiero compartir es el esfuerzo y la admiración por la mayoría de las personas que conozco, son mis héroes para siempre. A mis papás y Tati, que prepararon comida para los voluntarios. A Ingrid y Tania que administraron los botiquines y el agua en el Centro de Acopio de la Alberca Olímpica. A Axel, Rodrigo y Héctor que dormían dos horas para regresar al trabajo y saliendo se iban a cargar escombros, un día sí y al siguiente también. A Carlos que hizo revisiones estructurales en muchos edificios dañados, algunos a punto de colapsar. A Volador, que se movió por todos lados para conseguir pilas para los centros de acopio. A la Parrilla Urbana de División y Heriberto Frías, que abrió su cocina y atendió a los voluntarios y rescatistas del edificio de Escocia y Edimburgo. A los que levantaron el puño, guardaron silencio y otra vez bajaron los brazos pero solo para levantarlos después con piedras.

No hay música hoy, en su lugar, el poema de Juan Villoro en la voz de muchas personas.

"El puño en Alto".